Barcelona es el primer finalista de la Copa del Rey

 

Es muy difícil jugar un partido de vuelta cuando en la ida el resultado fue de siete a cero. Nadie tiene que ganar y sí mucho que perder. El ganador carece de la lógica motivación por la renta y es muy sencillo que caiga en la más absoluta de la desidia mientras que el perdedor está obligado a ganar para maquillar el ridículo que carga sobre su espalda. Cualquier otro resultado sólo servirá para meter el dedo en una herida que no hay modo de cerrar.

Así se presentó el Valencia–Barcelona de la vuelta. Con Mestalla desierto y con la afición en pleno divorcio con sus jugadores ante un oponente sin pulsaciones y con el murciélago a punto de bajarse del escudo. Para colmo un sector de los aficionados locales decidieron no acceder al estadio como protesta para así completar el cuadro esperpéntico. El partido, mejor dicho el entrenamiento, fue lo de menos. Sólo había que sudar y no quedar en mal lugar en los noventa minutos de castigo.

 

Estaba todo tan frío que en mitad del sepulcral silencio se podía escuchar el golpeo de los jugadores al balón o el monumental cabreo que se cogió Luis Enrique en una mala salida del balón desde atrás del Barcelona. “Marc, por fuera”, comentó el entrenador para dirigirse a Bartra después de estrellar una botella de agua contra el césped. O el jolgorio de lo menos exigentes cuando Negredo marcó el primer gol del Valencia al borde del descanso.

 

Fue una noche inolvidable para Fran Villalba, el juvenil que debutó con el primer equipo del Valencia, o para Kaptoum, del Barcelona, que marcó en Mestalla.